
El primo A. me da una piedra para que la chupe. Saben a peces, dice. Me la acerco a la nariz. Huele a río. A verde. A azul. ¿A pez? Lo miro. Chupetea la suya. Me la acerco un poco más y sí, huele a pez. Saco la lengua. Muevo la piedra por encima. Está fresca. No sabe a pez. No sabe a nada. Sabe a piedra. Mojada, fresca. A piedra. Miro por todas partes. Mamá no quiere que bajemos al río. Dice que hay un loco suelto. Que siempre está en el río. Que se esconde. Ahoga perros. Come pájaros y hierbas. Las arranca de la orilla y se las come. Con los pájaros que mata a pedradas. Un amigo del primo A. le ha contado lo del gato. Que su tío encontró un gato flotando. Hinchado. Dando golpes contra una orilla. No era de nadie. Lo llevó al ayuntamiento y del ayuntamiento a la policía y de la policía a la iglesia y no era de nadie. Aunque lo anunciaron en la misa de hace un domingo. Mamá me apretó la mano y me dijo que no fuera al río. Que no fuera. Luego salimos. Papá estaba fuera. Fuimos a tomar algo. Como todos los domingos. En el bar seguía pensando en el gato. Morado. Inflado. Como un globo. Dándose golpes contra las piedras del río. El primo A. me dice que no sea cobarde. Que no le cuente a mamá que estamos aquí. Miro el agua. Sin loco. Sin gatos muertos. Baja sucia. Solo eso. Ha llovido y baja sucia. Marrón y vede. Más marrón que verde. Ahora tengo que limpiar bien los zapatos. Para que mamá no se dé cuenta. Chupo mi piedra otra vez. No. No sabe a nada.
Fin