
Miro a la muchacha que tengo enfrente. Ha pedido leche. No se ve ya a nadie que la pida. La gente la bebe en su casa. Y café. Y zumo. Y todo. Pero bajan aquí y a todas las cafeterías y piden café y zumo y de todo. Pero leche no. Con un vaso de leche creo que no he visto nunca a nadie. Algún niño, a lo mejor. Estornudo. Me da vergüenza. No estornudo, me lo trago. Me duele el cuello y la espalda. Un pinchazo. Pienso en el hombre de esta mañana, el de la calle del hospital. Así, con la camisa verde y sin brazo, parecía un árbol. Te ha parecido que parecía un árbol. Lo peor de todo es que como los de allí, como los de la misma calle del hospital. Igual de verde y de quieto. Y te has quedado mirándole la manga, vacía. Como un fantasma. Y ahora piensas en si le dolerá. En si el cuello o la espalda o el mismísimo brazo le dolerán a veces. A veces. Aunque no esté. A la abuela le dolían los huesos. Cuando llovía. No. Cuando iba a llover. Se sabía que iba a llover porque a la abuela le dolían los huesos del hombro y del brazo. Y estaba enfadada. No le gustaba que le doliera. Tengo algo en el ojo. Me duele al mirar el periódico de ese de ahí. Cómo pasa la página. Han cerrado o van a cerrar una estación de ferrocarril. La gente se ha manifestado. En la puerta. Trabajadores y familias. Se los ve. Con la cara gris. Siguen haciendo los periódicos en blanco y negro. Eso está bien. Te ha parecido bien. Que no cambien. Que haya cosas que no cambien. Bien. Tranquilo. Y bebes. Un sorbo tranquilo. Negro y caliente y tranquilo. Se está bien así. Sin los recibos y sin el teléfono y sin la oficina. Tu café. La muchacha. Su vaso de leche. El periódico del de ahí. Las manchas oscuras de la taza, secándose. Secándose. La muchacha te mira. No eres tan viejo. No, te mira porque la miras. Miras su vaso. Pero no, ella no mira tu taza: te mira. Agachas los ojos. Zapatos. Si, antes mirabas siempre los zapatos. Quietos, marrones. Los zapatos cuando la gente está sentada son extraños. Miras y miras. Sientes un poco de tristeza de los tuyos. No los limpias ya como en la escuela. Como cuando papá quería que los limpiaras todos los días. Todas las noches. Antes de rezar. Aunque estuvieran bien. Aunque no los hubieras ensuciado. Los limpiabas y papá vigilaba que los limpiaras. Y rezabas. Y mamá vigilaba que rezaras. Y dormías. Y pensabas que estaban en la puerta de tu cuarto. Detrás. Vigilando.
Cuando veo que pasa el cartero pienso en si no debería subir ya a la oficina. Cojo la taza otra vez, vacía, fría, y hago como que todavía le queda algo.
Fin