
Siéntate. Siéntate y trabaja. No tienes nada. Me digo que no tengo nada. Me digo: no vayas al baño más. Voy a mirarme los ojos. Pero con la luz no me los veo bien. La luz del baño ha llegado a hacérseme odiosa. Es la luz que más odio en el mundo. Está mal puesta, los focos están mal puestos y dan mal sobre la cara. Hacen ojeras y no dejan ver bien los ojos. Y la ventana es pequeña. No entra luz bien. No tienes nada. Diciéndome que no tengo nada me siento otra vez. Me he levantado ya seis o siete veces. Por el agua. Bebo mucha agua para que no parezca que me levanto porque sí. La oficina. La oficina. La oficina. Me lo digo tres veces. Me viene a la cabeza el salón de casa de los abuelos y al abuelo en medio del salón. Y sus ojos. Sus ojos como piedras. Quietos. Fríos. Sus ojos como piedras de río. Ahora la oficina. A trabajar. Estás sentado: trabaja. No tienes ojeras. En el baño parece que sí, pero no. Y no te miran. No te están mirando. No. De vuelta a mi mesa me paro en la ventana. Solo un poco. Abajo algunas hojas con los ojos marrones y amarillos. Vuelvo a mis recibos. Hoy tengo que sacar el correo. Tengo que mandar todo. Que le llegue a la gente antes del viernes. Quiero comprarme un cuaderno. No un cuaderno cualquiera. No sé qué quiero escribir. No sé si quiero escribir. Pero he visto un cuaderno de papel de algodón. Es caro, pero es de algodón. Lo toqué en la tienda. No lo toqué porque estaba envuelto en celofán, pero lo sostuve y pensé en cómo sería tocarlo. Y después pensé: lo compro. Pero no lo compré. Y quiero comprarlo. No sé. Después de todo el día tocando papel, quiero comprarme un cuaderno de papel de algodón y tocarlo. Solo tocarlo. El otro día le preguntaron a S. qué le habían regalado por su cumpleaños. Y S. contó lo que le habían regalado, contó que le habían regalado una camisa su madre, un cinturón no sé quién y una tarta de dos chocolates. Y contó que las velas eran de número. Que no le pusieron velas como siempre, como otros años, que le compraron dos velas con número, una con el cuatro y otra con el dos. Y mientras contaba lo de la camisa que le había regalado su madre, lo del cinturón y lo de los dos chocolates de la tarta, yo pensaba en comprarme algo, y nunca pienso en eso, en comprarme nada, pero no sé, quizá el cuaderno era lo único que alguna vez se me había ocurrido, y se me ocurrió de repente, cuando estaba con un recibo de abril, y me dije de comprármelo. Corto un trozo de hoja sucia. Escribo: cuaderno. Y me lo meto en el bolsillo.
Fin