Perros (Hunde)

Hugo Erfurth con perro. Otto Dix. Año 1.926.

Piedras. Siempre piedras. Las ruedas tropiezan. Pero llegamos. Papá se queja del camino del cementerio. De que no lo arreglen. Y de los perros sueltos. Pero llegamos. No hay nadie. Ni el cuidador. El hombre va todos los días a misa. Dos veces. Todas las mañanas y todas las tardes. Es el que ayuda al cura con las cosas. Los domingos lo miro. Lleva siempre la misma camisa. La misma o una muy parecida a la de siempre. Hay velas encendidas. Ha habido gente. Paseamos. Todo está seco. ¿Cómo crecen los árboles? Aquí está mi abuela. Aquí mi abuelo, dice. Y vuelve a la entrada. Miro donde señala. No pone cuándo nacieron. Cuándo murieron. Solo la edad. Setenta y seis años. Ochenta y dos. ¿El tío G. vendrá alguna vez? No se hablan. No se hablaba con el abuelo. No se habla con la abuela. No se habla con papá. ¿Se hablaría con ellos? ¿Con los padres de sus padres? Papá está otra vez a mi lado. Ha llenado un jarrón vacío en el grifo de la entrada. Lo derrama un poco sobre su abuelo. Echa lo que queda sobre su abuela. Huele a tierra. A cuando llueve. El agua desaparece. La mancha marrón oscuro es como una boca. Así crecen los muertos, pienso. Todo está tan seco. Se queda callado. A lo mejor reza. Pienso que va a decir que recemos. Pero no. Nada. Salimos. Deja el jarrón seco donde estaba y salimos. Cuando pasamos la calle de los perros, me dice que la abuela está mayor. Que por eso tose tanto. Yo sigo mirando hacia atrás. Para ver cuántos salen a ladrarnos. Cuántos nos chillan. Roncos. Fuerte. Como para que nos vayamos. Uno nos grita más que el resto. Uno marrón claro.

Fin

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