
Mañana es el día de los muertos. Había gente en la puerta de la floristería esta mañana. Antes de que estuviera abierta. Esperando. Casi todo mujeres mayores. Y hombres. Viejos también. Todos queriendo comprar flores para sus muertos. Para mañana. He visto otra vez a la abuela de enfrente. La que está a veces en la ventana. La recogen a las ocho y poco, sí. Hoy otra vez. Cada mañana. El muchacho de la residencia la sube a la furgoneta y se van. En un lateral pone: centro de mayores. Sube a buscarla. Bajan. La deja en la puerta. En su silla de ruedas. Hace frío. La mujer lleva una manta sobre las piernas. Echada. Monta la rampa el muchacho y vuelve. Y la sube. Y se sube él también. Y arranca y se van. Hace frío. El tubo de escape parece que tose. Mañana no abren nada. Es el día de los muertos. No abren las oficinas ni las tiendas y a lo mejor tampoco el centro para mayores. Llevo pan y salchichón y cerveza para dos días. El supermercado estaba lleno. Me gusta cuando llego y es tarde. Y todo está cerrado. Y quieto. Y callado. Ahí un cubo. Estoy al lado de la floristería. Me doy cuenta. Huelen. Cortados. Trozos verdes. Se contagian. Unos a otros. Se olvidan. Se oxidan. Se pudren. En silencio. Despacio. Quietos. A pesar del frío. En el portal pone que el lunes encienden la calefacción.
Fin