Llueve

Ofelia, de John Everett Millais. Año 1.852.

Escucho el golpe en la ventana. Pequeño, duro. Lo escucho. Me levanto. Miro. Llueve. Salgo a por la ropa. La entro. Sin pisar demasiado. No quiero que se ensucie. Fregué ayer. No quiero que se ensucie. El jersey es lo último que recojo. Huele mucho a mojado. Lo dejo sobre el radiador. Al cerrar la ventana del balcón, me fijo. Hay un abejorro aplastado. En el suelo. Abro. Le doy con el pie. No. No se mueve. Llueve más fuerte ahora ¿Es tiempo de abejorros? El tío G. sabía de todo. Cuando llovía en abril, sabía por qué era. Sabía de árboles. De flores. De plantas. De pájaros. De pájaros podía decir cuáles cantaban. Se los escuchaba en el huerto del abuelo. Los escuchábamos. Desde el cuarto. El tío G. hablaba solo. El abuelo estaba siempre enfadado con él. Pero el tío G. seguía. Los conocía todos. Decía: verdecillo. Decía: gorrión. Decía: carbonero. El abuelo murmuraba abajo. Que no podía el tío G. estar todo el tiempo en su cuarto. Que no hacía nada. Tenía un cuaderno. Con dibujos de pájaros dentro. Una vez lo abrimos. El primo A. y yo. Lo abrimos. El tío G. y el abuelo se estaban peleando. Abajo. Estábamos en nuestro cuarto y entramos al suyo. Tenía muchos libros y cuadernos y papeles. Y abrimos el azul. El de los dibujos. Y estaba lleno de pájaros. Terminados y sin terminar. Pájaros sin piernas o sin alas o sin pico o sin ojos. O pájaros completos. O pájaros muertos. El tío G. y el abuelo ya terminaban de gritarse y el primo A. y yo nos volvíamos corriendo a nuestro cuarto. Muchas veces jugábamos a eso. A los espías. En el cuarto de las primas o en el de los abuelos o en la despensa. Pero en el cuarto del tío G. no. Solo una vez. Solo esa vez. El tío G. se encerró otra vez. Y detrás de su puerta decía: vencejo. Sigue lloviendo fuerte. Toco el jersey. Toco el radiador. Todavía no han encendido la calefacción. El abejorro no se mueve.

Fin

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