
Es miércoles. Mañana jueves ya. Jueves. Suena bien. Me lo digo volviendo. Jueves. Suena a libre, casi. Casi. Jueves. Un día. Si no cuentas el jueves, es solo un día. Solo uno. La escuela. Las matemáticas que no nos enseñaron. Sin querer lo piensas. Eras pequeño. Joven. Joven suena también a algo. A algo que ya no está. Que se ha ido. ¿Adónde? Suena. Suena a algo. Andas. Vuelves a casa. Por donde siempre. Las mismas calles, las mismas luces. Los mismos coches y el mismo ruido. Porque todo es igual. La misma gente también. La misma. Pero no. Algo no está bien. Dos. Dos. Un padre. Un hijo. Dos. Un padre y un hijo. Cenando. No, cenando no: comiendo. Comen. Una pizza. Los dos. Y la pizza y la caja y la mesa y las sillas. Y ya. Los ves. Los miras. Ver. Mirar. Y piensas: olvidado. Que no se acuerdan de ti. Que no se acordarán. Piensas que vas a ser olvidado. Y te parece que todo es así, que todo es igual. Que el padre piensa también: voy a ser olvidado. Como todos. Porque todos lo pensamos. Todos. De cualquier manera. Con un hijo o con un recibo, con el café, con las luces de los escaparates, con la luna. Con la hierba nueva y con la vieja, con los árboles, con el abuelo y con las fotografías, con todo. Con todo. Lo piensas todo un poco. Un segundo. Pero cabe todo en ese segundo que piensas. Frío. La puerta. Las llaves. Subes. Tienes hambre. Una vez leíste que se tenían hijos por eso. Para que a uno no lo olvidaran. Para que lo cuidaran y que muriera cuidado y que luego no lo olvidaran. Y piensas en los dos. En la pizzería y en los dos. En el padre y en el hijo. Piensas que estarán sentados. Delante. Delante de cada uno. Y la pizza en mitad. Mirándolos. Quietos. Callados. Comiendo. Sin una palabra. Papá no te hablaba. No intentaba hablarte. Silencio. Silencio. Decía que a su padre no se le podía hablar. En la mesa. Que no dejaba que nadie hablara sin su permiso. Sin su permiso. Silencio. De niño.
La noche sube. Como una espuma sube. Negra. Y ahoga. ¿Ahoga? Sí, no hablan. Gotea y gotea y nadie la detiene. ¿Quién la va a parar, dios? Gotea de los dedos de dios la espuma negra de la noche. Y sube y nos ahoga. Y no hablamos. Ni el padre ni el hijo. Comen. Y no se hablan. Y no se miran. Y los coches no les dejan escucharse masticar, tragar y volver a masticar y volver a tragar. Masticar y tragar. Y no mirarse. Y no hablarse. No hablar. Como un mandamiento. Y es miércoles. Miércoles. Hoy la pizza es más cara. Los martes cuesta la mitad. J. y yo pedimos algunas noches. Llamamos y pedimos y en diez minutos o así vamos a recogerla. Con queso y tomate y champiñón y cebolla. Con anchoas no. No le gustan. Dice que nos son buenas, que por la noche sientan mal, pero no, no le gustan, y no la pedimos con anchoas nunca. En casa sí. Algunos domingos, después de misa. Mamá me llevaba a misa y me sentaba a su lado y hacía todo: de pie, de rodillas, sentando, de pie, sentado, de rodillas. La esperaba cuando iba a la fila, a comulgar. La miraba. Su boca. La mano del cura. La copa que brillaba. La servilleta. Me lo sabía de memoria. Y rezaba. Y me hacía la señal en la frente. Porque ya faltaba poco. Porque después de misa, pasábamos por la pizzería y recogíamos una para casa. Para papá y para mamá y para mí. Y comíamos. También sin hablarnos, sí. Con la tele. Delante de la tele. Antes de acostarme porque al día siguiente había colegio. Sí.
Fin