Dieciocho de agosto

Dibujo de Federico García Lorca. Año 1.934.

Una mancha en la nuca. Silenciosa. Apagada. Una mancha roja como una rosa. En la nuca. Nada era más rojo que esa mancha. Un muerto, pensaba la luna. Un marica o un poeta. Pero un muerto. Pensaba que era un muerto. Un charco de ropa y piel y huesos y sueños. Muerto antes que marica. Antes que poeta. Muerto. Muerto. Y no mentía: estaba muerto. Tenía una mancha en la nuca, una mancha que decía: tú, tú podrías haber sido feliz. Tú. Y otros que también podrían haberlo sido, otros más también crecían allí, también como flores rojas. Con la misma mancha en la nuca. Con su mancha como un ojo que miraba el cielo y le envidiaba su azul tan azul, el azul de los árboles, el mismo azul que miran las ramas con ojos verdes, el que roban las golondrinas. El mismo. Estaban allí con su mancha, con su ojo marchito, con su nido seco creciéndoles en la nuca. Estaban en el suelo como amapolas, sembrados. Crecían. En la escuela enseñaban fechas. Diez. Cien. Mil fechas. Fechas. Fechas. Fechas de fechas. Religiones. Imperios. Batallas. Conquistas. Nacimientos de reyes. Muertes de reinas. Pero eso no. Solos. Como animales que luego se comen estaban ahí. Apagados. Quietos. Extraños. Y anochecía. Anochecía. Y la luna miraba.

Fin

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